viernes, 5 de febrero de 2010

Rombos





Todo seguía igual cuando regresé a aquella mágica habitación veinte años después: Los mismos muebles que me vieron crecer permanecían ahí, mudos, mirando impasibles al tipo que un día les abandonó sin previo aviso para empezar a construirse un camino en la vida.

No obstante, una revisión más minuciosa del habitaculo me hizo echar en falta varios elementos de significante importancia. No era capaz de encontrar, por ejemplo, las revistas y películas que monopolizaron mis tardes de adolescencia. Tampoco había rastro alguno de mi ahora absurda colección de latas y un triste vacío recorrió mi ser al recordar la superpoblación de pegatinas de futbolistas que presidían el marco de mi ventana.

Era precisamente en ella, en mi preciosa ventana, donde se concentraba el mayor de mis pesares. Soy capaz de temblar al recordar el momento en el que me percaté de la ausencia más grave de todas. Aunque ya estaban ahí cuando nací, los preciosos rombos de vivos colores que adornaron mi ventana durante 18 años ahora presentaban un aspecto distinto. Muchos habían desaparecido, mientras que los supervivientes, más o menos un cuarto del total, presentaban una tonalidad mucho menos viva en comparación a como los recordaba. Estaban apagados. No eran más que rombos en estado comatoso. Un conjunto de simples angulosidades errantes en una habitación que fue vida durante un tiempo y en la que ahora se veían obligados a yacer mientras aguardaban a que llegase el día de su completa extinción.

Nadie nunca será capaz de entender lo mágico que era irse a dormir y despertarse con ellos. Nadie jamás podrá hacerse una idea cercana de lo que sentía cuando los rayos del sol se filtraban a través del vidrio mientras su luz multicolor calentaba mi rostro. Los días de lluvia sobrepasaban la categoría de lo indescriptible. Entonces gozaba contemplando los arcoirís a través de los rombos, maravillándome con las diferentes combinaciones cromáticas que devolvían esa fantástica ecuación de naturaleza e ingeniería humana.

La verdad es que yo tampoco alcancé a entender esa felicidad, porque basicamente el niño que había en mí se limitaba a disfrutarla de forma inocente, no a analizarla. Únicamente fui capaz de ponerle nombre a ese sentimiento el día que confirmé su pérdida. Permanecía todavía bajo el marco de la puerta y mis manos aún estaban acariciando las maletas.

Entonces reflexioné. Me puse a pensar en cuan frágil es el tiempo y en nuestra presencia en la tierra. Ojalá alguien me hubiese avisado de la importancia de saborear el aire que respiré de niño. Me sentí desdichado y arrepentido por no haber sabido valorar los segundos que marcaron mi existencia. Desgraciadamente aquellos momentos terminaron por desaparecer para no volver jamás. Igual que los colores de mi ventana.

Imagen:Sheila García - Texto: Anthony Coyle

3 comentarios:

  1. Realmente bueno (muy bueno) el texto. Mi gran sincera enhorabuena al autor.

    ResponderEliminar
  2. Foto arreglada (por fin). Resulta que era un lin a mi cuenta de Gmail ¬¬U

    ResponderEliminar