miércoles, 24 de febrero de 2010

El hombre vacío


El hombre vacío no siente que su vida le haya abandonado. Simplemente nunca estuvo. El hombre vacío sienta a reposar su alma cuando la vida se lo permite y piensa. Trabajo, hijos, esposa, amigos, y perro. Nada significan ya para él si ella no está. Pero, ¿por qué se fue? Durante más de cuarenta años le habia estado acompañando como una parte de él y desde que comenzó a desaparecer gradualmente de su vida no ha vuelto a tener noticias de ella. No ha vuelto a tener noticias de su cordura, y esa ausencia sólo hace que nublarle la vista, perdiendo la perspectiva, el recuerdo y la ilusión. ¿En qué momento se fue? ¿Cuando se dió cuenta de que ya no era él?

El hombre vacío siente que lo tiene todo y que no tiene nada. Si, es cierto que sus hijos le amaban y que tenía una preciosa esposa esperándole cada día al finalizar la jornada laboral. Pero no obstante, aquellas personas ahora le parecían las sombras de lo que un día fue algo y hoy no era ya nada.

El hombre vacío tiene la absoluta certeza de saber que se está volviendo loco. Cada día que pasa siente como un trozo de su cordura se desprende de su cuerpo para no volver. Cada mañana, durante su descanso para comer los veía. Podía sentir perfectamente como su salud mental le abandonaba al mismo ritmo con el que lo hacían las hojas del fresco otoño barcelonés.

¿Por qué se estaba volviendo loco? Quizás fuese demasiado atrevido etiquetar de locura lo que en realidad era pura y simple ausencia. Lo peor de ser un hombre vacío no es la inexistencia de motivaciones para seguir adelante. Tampoco lo es el hecho de vivir como un invitado una vida jamás deseada. Lo que peor llevaba de estar diciendo adiós a su existencia era precisamente eso: Ser el testigo de excepción de su partida hacia lo desconocido.

Aquella mañana, mientras permanecía sentado, con la mirada fija en la nada de su alma sólo un pensamiento brotaba de su interior. Era el mismo de cada mañana desde hacía años: Se sentía vacío.


Imagen:Sheila García - Texto: Anthony Coyle

jueves, 11 de febrero de 2010

Hocicos sin bozal


Actúan con prepotencia. Nacen en la dominación y desembocan en el despotismo. Usan la ridiculez como vestido para los demás y sólo piensan tener el control absoluto de todo lo que hay a su alrededor. Hablan de ética y son los más hipócritas, enseñan lecciones que nunca aplican en su vida, discuten sin escuchar al otro y sólo pretenden tener la razón.

Llevan los zapatos limpios para disfrutar cuando pisan al de al lado y las uñas recortadas para que no se noten las garras preparadas. Su único objetivo es subir a lo más alto, para superar sus estúpidas inseguridades; sólo cuenta aparentar que son los que mandan, sólo importa conseguir el poder, aunque sea por la vía más ¿fácil? No es la más idónea, sí la más repugnante.

Son asquerosos trepadores, enemigos de las relaciones sociales y el compañerismo, ignorantes del significado de la palabra "solidaridad", malditos perros que muerden más que ladran.


Imagen: Anthony Coyle - Texto: Sheila García

viernes, 5 de febrero de 2010

Rombos





Todo seguía igual cuando regresé a aquella mágica habitación veinte años después: Los mismos muebles que me vieron crecer permanecían ahí, mudos, mirando impasibles al tipo que un día les abandonó sin previo aviso para empezar a construirse un camino en la vida.

No obstante, una revisión más minuciosa del habitaculo me hizo echar en falta varios elementos de significante importancia. No era capaz de encontrar, por ejemplo, las revistas y películas que monopolizaron mis tardes de adolescencia. Tampoco había rastro alguno de mi ahora absurda colección de latas y un triste vacío recorrió mi ser al recordar la superpoblación de pegatinas de futbolistas que presidían el marco de mi ventana.

Era precisamente en ella, en mi preciosa ventana, donde se concentraba el mayor de mis pesares. Soy capaz de temblar al recordar el momento en el que me percaté de la ausencia más grave de todas. Aunque ya estaban ahí cuando nací, los preciosos rombos de vivos colores que adornaron mi ventana durante 18 años ahora presentaban un aspecto distinto. Muchos habían desaparecido, mientras que los supervivientes, más o menos un cuarto del total, presentaban una tonalidad mucho menos viva en comparación a como los recordaba. Estaban apagados. No eran más que rombos en estado comatoso. Un conjunto de simples angulosidades errantes en una habitación que fue vida durante un tiempo y en la que ahora se veían obligados a yacer mientras aguardaban a que llegase el día de su completa extinción.

Nadie nunca será capaz de entender lo mágico que era irse a dormir y despertarse con ellos. Nadie jamás podrá hacerse una idea cercana de lo que sentía cuando los rayos del sol se filtraban a través del vidrio mientras su luz multicolor calentaba mi rostro. Los días de lluvia sobrepasaban la categoría de lo indescriptible. Entonces gozaba contemplando los arcoirís a través de los rombos, maravillándome con las diferentes combinaciones cromáticas que devolvían esa fantástica ecuación de naturaleza e ingeniería humana.

La verdad es que yo tampoco alcancé a entender esa felicidad, porque basicamente el niño que había en mí se limitaba a disfrutarla de forma inocente, no a analizarla. Únicamente fui capaz de ponerle nombre a ese sentimiento el día que confirmé su pérdida. Permanecía todavía bajo el marco de la puerta y mis manos aún estaban acariciando las maletas.

Entonces reflexioné. Me puse a pensar en cuan frágil es el tiempo y en nuestra presencia en la tierra. Ojalá alguien me hubiese avisado de la importancia de saborear el aire que respiré de niño. Me sentí desdichado y arrepentido por no haber sabido valorar los segundos que marcaron mi existencia. Desgraciadamente aquellos momentos terminaron por desaparecer para no volver jamás. Igual que los colores de mi ventana.

Imagen:Sheila García - Texto: Anthony Coyle

martes, 2 de febrero de 2010

Vueltas


¡Qué aburrimiento! No entiendo por qué mamá se empeñó en que subiese a este estúpido caballo si yo prefería aquellos coches de choque. Estiré el dedo todo lo que pude para señalarlos, ¿de verdad no se dio cuenta de lo que significaba?
La culpa es de Marta, que se ha empeñado en subir en la sirena que dos figuras más adelante sube cuando yo bajo y baja cuando yo subo.
¡Esto es un rollo!... Cuándo pase por donde está mamá voy a saludarla, a ver si así la convenzo para ir a los coches de choque.
...
¡Un momento! ¿Quién era ese?
¡Arre caballito, arre! ¡¡¿Pero cómo puedes tardar tanto en dar una vuelta?!! Yo creo que me tocado el más lento de toda la fila.
...
Estoy seguro de que lo he visto. Y yo saludando a mamá como si tuviera dos años... ¡maldita sea! ¡Que ya tengo cinco! ¡Qué cara de estúpido he debido poner!
En la próxima vuelta me fijo otra vez, pero sin saludito infantil, ¡a ver si me voy a quedar sin scalextric!
...
¡Bah! Aquí no hay nadie; seguro que me lo he imaginado con tanta vuelta.


Imagen: Anthony Coyle - Texto: Sheila García.