miércoles, 17 de marzo de 2010

Lola



Lola nació en casa de su tía Milagros a principios de los años `90, en un pueblo de Guadalajara que no superaba los 1.000 habitantes. Cambió los libros por las vacas, se sentaba en la hierba y no en el pupitre, sumaba con los dedos escondidos en el bolsillo de la chaqueta y su primer sueldo llegó en forma de propina por limpiar de noche el bar donde de día los hombres jugaban la partida y los niños pedían helados. Reunió 23 años y 46 monedas. Se despidió de su tía Milagros con un beso rápido antes de subir al coche de línea con dirección Madrid. No avisó ni a padres ni a amigos, porque estaba cansada de propinas ganadas de madrugada, del olor a lejía en las manos y de que hasta las vacas frunciesen el morro al escucharla quejarse de su vida.

Se asentó en un pueblo del sur de la Comunidad de Madrid, a unos 12 kilómetros de la capital. Comenzó de doncella en casas particulares. Su discreción y buen quehacer incrementó las recomendaciones y fundamentó su traslado a un hotel de la capital. El 16 de marzo de 1925 empezó a trabajar 10 kilómetro al norte, en pleno Paseo de la Castellana. Dos días después, una estantería le pegó la cara al suelo hasta incrustar los trozos de porcelana de toda la vajilla en cada poro de su piel. Dolores sentía, más cuándo la nombraban que cuando despertó intubada en La Paz. De aquello sólo quedan varias cicatrices, una espalda en forma de `u´ y una pensión por discapacidad. Se fueron las vacas, el olor a lejía y hasta su tía Milagros. Vinieron jóvenes y familias, el metro y el Cercanías.

En la misma población, al sur de Madrid, hay 173.584 habitantes. Una de ella es Dolores, quién sólo ve la punta de las zapatillas al andar. En 1983 resbaló en la calle, quedando boca arriba como una cucaracha, con piernas y brazos en alto por la forma de la espalda. Con el cráneo pegado al suelo y la vista alzada al cielo, vio Lola lo que había crecido la ciudad desde su llegada y le resbalaban las lágrimas en las mejillas, más de decepción que del dolor. Ni nubes en el cielo, ni el final de las copas de los árboles, ni las mujeres saludándose por la ventana, ni los pájaros sobrevolando las cabezas de los viandantes. Un bloque de ladrillos al lado de otro sustituían las pequeñas casas de los años `90; entonces Lola pensó, que para ver eso, era mejor irse.

Imagen: Anthony Coyle - Texto: Sheila García